Antonio Rivera
Losada falleció en un día como otro cualquiera. Su enterramiento tuvo lugar en su villa natal
rodeado de parientes y amigos y, en general, de vecinos de Mera y de otras
partes de este Municipio donde se le admiraba, se le respetaba y se le quería.
La iglesia parroquial cuyo retablo mayor preside un Santiago ecuestre no dio
cabida a toda esa gente reunida para pedirle al Dios misericordioso que lo
acoja con el mismo cariño con que acoge a sus elegidos, a los heraldos de la Paz como él mismo era.
Un conjuntado grupo
coral interpretó varias composiciones alguna de las cuales
revelaba que “La paz no cae del cielo
/ La paz no surge del mar / La paz brota
muy adentro / La paz es cuestión de amar”. He aquí un canto con raíces en
su corazón. Digo esto plenamente convencido de que nuestro amigo fue la
representación más genuina de la
Paz , esa gran virtud que da sosiego al ánimo. Un don que, sin siquiera pretenderlo, llevaba a
todas partes consigo. Fueron instantes muy emotivos.
No suelo escribir esquelas funerarias. Familiares y amigos se fueron
sin haberles dedicado una línea, con mi corazón lacerado. Sin embargo hoy, de
pronto, cumplo con la excepción que confirma la regla y acepto libremente la misión
que me impongo: Dedicarle un recuerdo al amigo. Para ello tan sólo bastarán
unas líneas fáciles de redactar, pues no tendré más que llamar por las palabras
precisas las cuales vendrán ordenadas
por su mano experta. Ellas servirán para expresar mis sentimientos e hilvanar
este apretado introito.
Mi encuentro con Antonio no tiene la profundidad en el tiempo que
pudiera deducirse del mutuo conocimiento de nuestros mayores. Sin embargo, esta
circunstancia no me impide destacar lo
que creo que es un signo fundamental de su personalidad, cuya esencia trasmitía
siempre en sus conversaciones y quehaceres. Persona de intachable y pacífica
dignidad, con aquellos sus blancos cabellos semejaba ser un árbol frondoso de
fresca y abundosa savia, cuya copa solidaria a todos daba cobijo.
Su indudable
capacidad literaria la puso de manifiesto en libros y colaboraciones para la
prensa y radio, es merecedora de todos los parabienes. Lo mismo digo de su
pulcro y bello estilo, lo que al decir de Séneca es el vestido del pensamiento.
Pero no voy a relatar aquí sus méritos literarios muy ligados a su vida
mundana dedicada a encontrarse a sí
mismo. Otros los cantarán con más y mejor criterio que el mío. Si mi intención
hubiera sido esa, me hubiera bastado con
reproducir sus amigables conversaciones donde fluían los mil escenarios sobre
los que cristalizaron sus sueños. En ellos bullían los extraños mundos que para
sí se fabrican los grandes soñadores.
Mis letras sólo intentan vislumbrar su
rica personalidad a través de sus valores humanos, con los cuales se mide la
estatura moral de las personas. Me serviré para eso de sus propias palabras y
podré así terminar tal como empecé. Son las de uno de sus últimos artículos, en
el cual situado “en una tarde como otra cualquiera” (título de su columna en La Voz de Ortigueira), narraba el
sosiego de una tarde tranquila que, decía,
“hoy tiene para mi un cierto encanto que tal vez en mis años de juventud
no tendría. Ahora, en que esos años han huido y convertido sólo en recuerdos,
mi mayor afán es que mis tardes transcurran iguales unas a otras. Como la de
hoy mismo”. Con estas palabras soñadoras, cierro los ojos para verlo mejor en esa tarde que no tiene fin,
sentado en un celeste banco azul al lado del Padre. Es la misma e interminable
tarde en la que, según versificaba Antonio Machado, confiamos / en que no será
verdad / nada de lo que pensamos. Laus Deo.
Alfredo TORRES PAJON
Farmacéutico
Publicado en La Voz de Ortigueira (Nº 4475, de 5 abril 2002)
No hay comentarios:
Publicar un comentario